Título: Esos besos que te doy
Editorial: Sílaba editores.
Páginas: 407
Precio: $38.000
Librería: Nacional on-line con 20% de descuento.
I
Uno olvida que la literatura es una
lucha contra el azar y el caos. Un esfuerzo por darle sentido y orden a algo
que no lo tiene, y que incluso puede llegar a traspasar lo meramente escrito. Pero
hay libros como Esos besos que te doy,
del escritor Esteban Carlos Mejía, que vienen a recordárnoslo. Me ocurrió en
sus páginas, mientras leía la muy bien contada concatenación de casualidades
que componen su historia, y fuera de ellas, al recordar cómo llegué a él. Porque
leer a un autor nuevo, al menos en mi caso, implica una alta cantidad de
improbabilidades que se van eliminando, sin saber muy bien por qué ni cómo (1)
Sabía
de Esteban Carlos Mejía desde los tiempos en que aún leía el periódico, por su
columna en El espectador, una insoslayable mezcla de literatura y antiuribismo.
Sabía que era paisa, un paisa antiuribista, vea usted, casi un oxímoron. Pero dejé
de leerlo una vez se terminó la suscripción. Pasaron los años. De un momento a
otro, empecé a usar con juicio una cuenta de twitter que había abierto desde un
lejanísimo 2009. Un día, alguien retwitteó a Mejía y su tweet llegó a mi
pantalla. Lo seguí de inmediato porque sabía quién era y él me devolvió el
gesto sin saber quién era yo. Es lo que ocurre a veces en twitter. Pero
entonces, a medida que pasaban las semanas, me di cuenta de Mejía retwitteaba
casi todo lo que yo escribía. Hay mucha gente que hace eso, pero me fijaba en
él más que en los demás porque yo lo había escogido, porque sabía que era
escritor y en algún tiempo había disfrutados sus columnas. Entonces pasé del
interés a sentirme en deuda con él. Y pensé que la única forma en que podía pagarle
sería leyéndolo. ¿Cómo más se le agradece a un escritor?
El
problema es que no solo soy un aspirante a escritor tardío, sino un lector
quedado. Ahora que he arreglado mi vida para dedicarme la mayor parte del
tiempo a escribir, intento al mismo tiempo ponerme al día en mis lecturas
atrasadas por años, sabiendo que solo podré leer cuarenta o cincuenta títulos
al año de los miles que quisiera haber leído. Este hecho me pone las cosas muy
difíciles a la hora de escoger el siguiente libro a comprar (2). Es un
verdadero dilema con múltiples variables en juego. Como regla general, solo leo
libros de autores que ya conozco y me interesan y que creo que me van a servir
en mi labor de escribir, más que otros. Es una regla que prácticamente excluye
a los autores nuevos. A ellos solo llego por recomendación muy específica de
algún amigo en cuyo criterio confíe o porque han sido recomendados por otros
escritores que me interesan. Con Mejía no se daba ninguna de estas condiciones.
Era solo una deuda que sentía en mí porque el tipo me retwitteaba. Entonces
pensé que podría vivir con esa culpa hasta que se diera una oportunidad. Pero
me engañaba.
Un
día, cansado de esta situación, me animé y le pregunté si su último libro se
conseguía en Bogotá. Me dio el nombre de dos librerías. Entré a la página de la
primera. Lo vi. Costaba $48.000. El precio de los libros es otra de las
variables que hacen de mi proceso de escogencia de libros a leer algo muy
complicado. Porque, gracias a que ahora llevo una vida de escritor (inédito,
para más señas), mis recursos son limitados y $48.000 es un precio que solo
estoy dispuesto a pagar por uno de mis autores favoritos. Desanimado, descarté
la idea de leerlo hasta encontrar un precio más favorable. Eso sucedió muy poco
tiempo después, en el Black Friday que murió Fidel. El libro estaba en la
página de la otra librería donde lo vendían, con un 20% de descuento. $38.400
seguía siendo un precio alto, pero me dije ahora o nunca.
Cuando
el libro llegó, a los dos días, me llevé una sorpresa poco agradable: en la
solapa decía que era la segunda parte de una trilogía llamada “De espaldas a
Medellín”. Y, para rematar, que se trataba de un libro “donde se rastreaban
misterios y corazonadas que quedaron pendientes en I love you putamente”, la primera parte (que no se consigue). De
haber tenido el libro en mis manos en un almacén y haber leído esta información,
no lo habría comprado (3). Pero el azar siguió jugando sus cartas: como lo
había adquirido on line, no podía
devolverlo. Tenía que leerlo. Y en
esas me puse.
II
Los besos que te doy recuerda esa lucha contra el azar de la que
hablé antes, porque se trata de una bien construida relación de casualidades.
Cuenta la historia de Víctor Yugo, lector empedernido, publicista dueño de su
propia agencia de publicidad, Cususmbos Solos, enamoradizo y arrecho (en el
sentido que se le da a esa palabra en todos los lugares diferentes a Norte de
Santander), y con muy buena suerte: se come a sus dos socias, las hermanas
Bahamón, Lucía y Juliana; a Conoslata Amariles, con quien cree estar listo para
practicar la monogamia (que es la forma del narrador de decir que está enamorado);
y a Alabama Faulkner, seudónimo de Martha Catalina Santos, la modelo más sexy de
Colombia, editora de The Flood,
revista de música que le hace competencia a Rolling
Stone. A Alabama la conoce en la fiesta de cumpleaños de su gran amigo
Toñalzate, contrabandista homosexual a quien, también por casualidad, conoce en
un evento del Maese di Lukauskis, gurú de la Transubstanciación Holística.
Víctor
Yugo recibe de Juan Esteban Téllez Anzoátegui, Juanete Anzoátegui, un hombre
casi en la indigencia, un libro titulado Los
misiles de Cock Hut o las mercedes de Dios. Obra inconclusa., escrito por
él mismo, en un restaurante atestado de gente, cuando se ve obligado a
compartir la mesa con este personaje al que nadie quiere acercarse. El libro es
un mamotreto de 400 o 500 páginas, al que con solo darle una mirada el narrador
califica como “la mescolansa más triplehijueputa”. A pesar de este concepto,
Víctor lo lee obsesivamente, tal vez porque va encontrando en él coincidencias
asombrosas con su propia vida. (4)
Por
ejemplo, cuando Juanete entabla una pelea con Tolstoi, narra una escena de un
personaje secundario de Anna Karenina
que coincide con la visión que tuvo Conoslata en una regresión que le hicieron
cuando pequeña. O en la historia de un trío que viaja por el golfo de
Morrosquillo junto a la mamá y la viuda de un tal Yimmigarcía, boxeador que cayó
en desgracia y murió a manos de un oso de mentiras en un circo. Porque Jimmy
García es también un personaje de la realidad real, como diría Vargas Llosa,
que murió en el ring defendiendo el título mundial y al que Bajo Tierra, un
grupo de rock paisa, que también le encanta a una de las hermanas Bahamón para
tirar con Víctor, le ha compuesto una canción que Alabama Faulkner estudia con
obsesión, hasta el punto que decide salir en búsqueda del malogrado deportista,
junto con Víctor, en un delicioso recorrido sexual por las sabanas de Quilitén.
La
novela está llena de referencias literarias, directas y sutiles, pero sin ninguna
pretensión de erudición (5). Incluso, el narrador se refiere a sí mismo como un
lector de literatura de albañal, y con esto justifica el uso de un lenguaje que
es a la vez oral y literario y que recuerda a Fernando Vallejo, aunque solo en
la forma, porque el tono no tiene el desencanto del autor de El desbarrancadero. Este es un rasgo
distintivo de la obra. Mejía parece apropiarse de elementos formales de varios
autores al despojarlos de su tono serio, tremendista, trascendental y
poniéndolos al servicio de un narrador que es todo lo contrario. Ahí está la
idea de un libro dentro de otro, tan borgiana, pero sin la tremenda carga
metafísica del argentino, sino como una herramienta narrativa para crear un
juego literario con la mentada Transubstanciación Holística. O el viaje por las
sabanas de Quilitén junto a Alabama Faulkner en busca de Jimmy García, esa idea,
la de ir a buscar a un perdedor, tan Bolañesca, y que es a la vez una versión
trastocada del viaje al final de Lolita, de Nabokov, pues el narrador de Mejía está
en las antípodas de la locura progresiva de un Humbert Humbert atormentado por
la culpa. Y como cada lector reescribe la obra mientras la lee, seguro que en
este ejercicio azaroso cada uno encontrará muchos más de estos ejemplos para su
disfrute.
Porque
el mayor acierto de Mejía es haber logrado una obra que divierte, algo muy
difícil de encontrar en la literatura colombiana, siempre tan trascendental,
tan para leer con el ceño fruncido. En Esos
besos que te doy uno se la pasa de risa en risa y de erección en erección (parolas,
diría el narrador), lo cual no puede sino agradecerse. Algunos de los apartes
de Los misiles… insertos en la novela
son hilarantes. Los diálogos son fluidos, inteligentes, impredecibles. El buen
humor recorre todas sus páginas, incluso en los momentos menos felices. Y no es
que no haya reflexiones. Hay muchas, especialmente sobre el amor y el rebusque.
Y están las historias de algunos personajes que tienen que ver con abusos, con
la guerra y el dolor. Pero nunca se sobreponen al desparpajo del narrador, a su
visión del mundo, tan del rebuscador, que es la de seguir adelante a pesar de
todo. Seguir viviendo, seguir tirando y tomar de la vida lo que tenga para
ofrecer, así sea en medio de la barbarie, o por eso mismo. Tal vez sea por esto
que la trilogía de la cual este libro es el cierre se llama De espaldas a
Medellín, una declaración del autor en el sentido de que hay que dejar de
prestarle atención, así sea por un momento, a la truculencia de nuestra
realidad que, entre otras cosas, ha sido y seguirá siendo tan explotada en
nuestra literatura.
- En los siguientes cuatro párrafos me propongo narrar cómo llegué a este libro. Puede saltárselos para ir directamente a la reseña.
- No puedo leer en bibliotecas. Me deprime. Está bien, me puedo llevar el libro a la casa una semana. Lo que pasa es que si me gusta mucho me arrepiento de no haberlo comprado. Pero como ya lo leí, me parece un gasto excesivo comprarlo para dejarlo en la biblioteca.
- Las editoriales deberían pensar en realidad qué tan bueno es para el negocio empeñarse en poner que su libro hace parte de una trilogía apenas acaba de salir al mercado, al menos en un caso como este, donde el libro funciona perfectamente por sí solo.
- La única queja que tengo de la cuidada edición de este libro es que se hubiera tomado la decisión de poner los insertos de Los misiles de Cock Hut o las mercedes de Dios. Obra inconclusa en cursiva. La cursiva está bien para una o dos palabras. Incluso para una línea completa. Un párrafo ya es molesto. Pero decenas y decenas de páginas realmente dificultan la lectura.
- Es muy refrescante leer a un autor que escribe en colombiano, hablando de los autores que a uno le gusta leer. También, el hecho de que se mencionen otros autores colombianos, así sea para hablar bien de ellos. Es algo de lo cual adolece nuestra literatura.